Tecnología: Una de piratas

Por Gustavo Faberon
El ciberespacio parece tener una manera sui generis de separar a conservadores de progresistas: ponerlos a conversar sobre derechos intelectuales, derechos de autoría y derechos de reproducción. No importa de qué lado del espectro político venga cada quien, hay una especie de tendencia natural a creer que quienes persisten en creer en la necesidad de preservarlos son conservadores y quienes proponen fórmulas alternativas y modos libres de préstamo y reproducción son progresistas.
Estos últimos parecen creer en una suerte de gran axioma: los cambios en la tecnología propician nuevos soportes para la información y también propician nuevas facilidades para la reproducción (por ejemplo, para la libre reproducción del trabajo ajeno). Siendo así, a la humanidad no le queda otra cosa que adaptarse al cambio y dejar en el museo de los objetos inútiles todas sus costumbres legales sobre el tema.
Son los mismos que heroizan a los hackers y a los pseudo-hackers, que defienden la piratería o la rebautizan con algún nombre menos hiriente. Para ellos, si la tecnología permite nuevas maneras de difusión, esas maneras son legítimas casi automáticamente; oponerse a ellas es retardatario. Suena interesante, pero es antojadizo y, además, es una noción demostrablemente falsa desde el punto de vista histórico.
Conversando con un amigo español, historiador de la literatura, descubro el asunto de las batallas legales entre dramaturgos, compañías de teatro y dueños de corrales de comedias entre fines del siglo XVI y mediados del siglo XVII en España. Cuando un dramaturgo escribía una obra, vendía el manuscrito original y ciertas leyes le pedían que firmara en la primera página con su nombre y anotando a qué compañía de teatro le vendía la obra. El director de la compañía, entonces, se convertía en el dueño de la obra y el ejemplar era la prueba física (simultáneamente nacían y eran cedidos los derechos de autor y se originaban los derechos de representación).
Entonces entraban en la historia los llamados «memoriones»: sujetos que iban al corral de comedias a ver las escenificaciones de las obras; las veían una vez, dos veces, diez veces. Durante cada función memorizaban poco a poco los diálogos y los transcribían, hasta que, al cabo de un tiempo, tenían un nuevo manuscrito de la misma obra, que entonces entregaban a otro director de otra compañía (el que los había comisionado desde un principio para esta operación). Semanas más tarde, esa nueva compañía «estrenaba» la misma obra en alguna otra ciudad.
La tecnología, entonces, eran la pura memoria y la pluma y el papel. Que esa tecnología permitiera esa reproducción y esa nueva transmisión de la información, sin embargo, no legitimaba nada. Y así ha sido siempre. La misma batalla se sigue librado ahora, casi medio milenio más tarde. Si en ese tiempo el memorión y el fraudulento director alegaban que, si ellos tenían la forma de hacerlo, tenían entonces también el derecho de hacerlo, el sentido común les respondía con juicios y con multas y también con una mirada de sorpresa ante el descaro de la explicación.
Esto que digo, claro, puede ser leído como el tonto alegato académico de un intelectual. Pero es que a veces el conocer un poco más (por ejemplo, conocer la historia un poco más), nos permite ver que aquello que hoy nos deslumbra por su novedad es en verdad muy antiguo. Antiguo como el plagio, el atropello y la dolosa apropiación de lo ajeno. En mi anticuada manera de ver las cosas, por otro lado, lo verdaderamente progresista es asegurar la supervivencia de ciertas formas de creatividad y ciertas formas de investigación, y nunca he escuchado un argumento que me explique cómo es que ambas cosas puedan seguir garantizándose bajo el nuevo escenario que los falsos progresistas proponen.


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