Era una tarde de 1963, volvía del trabajo y un ardiente sol me abrumaba. Entré a una gelatería en la Avenida Pedro Montt, estaba cercana a la Plaza de la Victoria, allí disfruté un helado. Subí por calle Edwards retornando a mi casa en el cerro Bellavista. De pronto me sentí mal, muy mal…era el inicio de un estado febril, llegué y me acosté.
Mi tía me preparó una tizana que prometía ser milagrosa, pero mi mal estaba ya declarado. Aquella noche fue de mucho sufrimiento, al llegar la madrugada la habitación tomó un sombrío color rojizo. De una pared de la habitación surgió algo semejante a una ventana de marcos amarillos, un pequeño hombrecito de cara rojiza se asomó por ella, su cabello era canoso y llevaba un gorro verde y terminado en una punta larga, era un viejo de gesto agresivo, como si estuviera rabioso. En la pared opuesta había otra ventana y otro hombrecillo. Entre ellos surgió una larga y furiosa discusión, todo era un chillido ensordecedor. Yo no podía salir de ese mundillo, porque el entresueño no me lo permitía. Cuando mi tía apareció con un plato de caldo le dije que dos duendes no me habían dejado dormir. Mi tía creyó que yo estaba desvariando y que todo el asunto era producto de la fiebre causada por el helado.
Recordé que años antes, Climene, mi prima, tenía como costumbre ir al Parque Italia. Una vez la acompañé y pude darme cuenta que Climene buscaba algo en medio de las plantas de los jardines del parque, me dijo que buscaba un trébol de cuatro hojas, porque era un trébol de la buena suerte. No podía encontrarlo y se quejaba que un gnomo o duende usaba encantamientos para que ella no pudiera hallarlo.
Pero la primera persona que me habló de duendes fue mi abuelo. Entonces yo era pequeño y él me leía revistas infantiles. Me decía que los duendes tenían diversas apariencias, podrían ser niños o ancianos, de cualquier edad, porque no tenían idea del día de su nacimiento, eran de cualquier tiempo o lugar. Una vez me contó la historia de uno de ellos, se llamaba Ulises como el rey griego. Mi abuelo lo conoció en el camino que llevaba a una parcela cercana a Viña del Mar.
Ulises había vivido siempre en un bosque. Se recostaba en el largo pasto rodeado de árboles, allí cantaban los pájaros, allí convivían plantas, animales y seres de fantasía. Ulises tenía una compañera preferida, era el hada Lorigai. Ella jugaba con los insectos zumbones y las coloreadas mariposas. Tenía una mirada muy especial como que contemplaba las lejanías y le caía por la espalda un pelo de color ticianesco. Muchas veces solía acercarse a Ulises por atrás y le tapaba los ojos con sus manos. Era un mundo feliz aquél, pero no iba a ser siempre así.
Lorigai era muy hermosa, pero también era muy individualista. Los seres fantásticos del bosque la detestaban, porque la veían diferente a ellos, no se asimilaba al grupo, vivía ajena al resto de la gente. Un día llegaron ante los ancianos del arroyo, los cuales estaban a cargo del buen gobierno de los habitantes del lugar. Reclamaron por la actitud de Lorigai, siempre separada de ellos.
Los ancianos llamaron a Lorigai para comunicarle que su actitud tendría una sanción. Solamente Ulises la defendió exponiendo que cada ser era libre para pensar y actuar como quisiera, siempre que no dañara a nadie. Pero los ancianos del arroyo, reunidos en consejo, determinaron que Lorigai merecía el castigo de no vivir más en el bosque…que debería abandonarlo y no volver jamás…
Desde entonces Ulises ya no fue el mismo, la soledad sin Lorigai lo tornó en un ser triste, ya nada del lugar le alegraba ni revestía interés para él. Cierto día tomó sus enseres y, también, abandonó el bosque.
Es más, Ulises siguió los pasos de Lorigai, no sabía donde estaba. Preguntaba a muchos si acaso la habían visto…pero nunca encontró respuesta.Transcurría el tiempo…mucho tiempo…y le angustiaba pensar que ya no conocería ni el rostro de su amiga, porque el tiempo transcurría y cambiaba los rasgos de la gente. Ya no valía la pena preguntar por ella, olvidaba todo de ella…pero al menos…sí…recordaría su mirada…su mirada de horizontes lejanos. Fue en esos días cuando se encontró con mi abuelo, entonces fue cuando le contó lo que estaba viviendo y que le causaba tanta pesadumbre…
Ya mi abuelo no está…hace años se fue de este mundo y ya nunca me contó más historias. Pero en un sueño supe que al duende Ulises alguien lo había regalado y quien lo recibió fue una niña de pelo rubio ticianesco que tenía la mirada de Lorigai…
Una vez conté esta historia a una dama que leía muchos libros, que jamás se cansaba de leer…ella me dijo que regalar duendes traía mala suerte…¿Lo creen ustedes?
Sé el primero en comentar en «Cosa de duendes»